"Obligó al Imperio Romano de Oriente a pagarle un duro tributo, y estuvo a punto de derrotar al mayor ejército jamás reunido por el Imperio de Occidente. Su sólo nombre, Atila, despertaba un terror invencible.
Los Hunos aparecieron en la escena europea muy avanzado el siglo IV d.C. En el año 376, los godos, huyendo de esos terroríficos nómadas provenientes de Asia, pidieron al Imperio Romano tierras para asentarse al sur del Danubio, y luego avanzaron hacia Constantinopla. El emperador Valente intentó detenerlos, pero sufrió una terrible derrota en Adrianópolis (378) y murió en el tumulto de ese choque brutal. Comenzaba así, una nueva etapa histórica: la de las invasiones bárbaras y la decadencia final del Imperio. Los godos se desviaron hacia el oeste, a Italia y las Galias; en 410, su rey Alarico conquistó y saqueó Roma. Pero la capital del Imperio ya noestaba allí sino en Rávena, protegida por los pantanos y el mar. En 406 cruzaron el Rin suevos, vándalos, alanos, alamanes y burgundios. Las guarniciones del limes, la frontera imperial que seguía los cursos del Rin y del Danubio, fueron impotentes para detenerlos. Algunos invasores se asentaron en la Galia oriental y otros fueron hacia el sur, a Hispania (visigodos y suevos) y el norte de África (vándalos y alanos).
Se dibuja, así, un nuevo mapa político, aunque todavía un amplio y poderoso ejército imperial, liderado por eficaces comandantes como Estilicón y Aecio, logra resistir y sostener el Imperio de Occidente, mientras que el de Oriente tiene que comprar la paz a los hunos con montones de oro en tributos anuales. Pero mientras que los otros pueblos bárbaros ansiaban establecerse dentro de los límites del mundo romano, gozando de las ventajas de la civilización, como aliados o federados, en el caso de los hunos, nómadas guerreros que no cultivaban la tierra y vivían del saqueo, insaciables en su "hambre de oro", este tipo de convivencia resultaba imposible. Tiempo atrás, los jinetes hunos habían peleado como mercenarios del Imperio. Fue así como el general Aecio, que los conocía bien, pues había sido rehén de Rúas, tío de Atila, durante algunos años, logró enrolar a su ejército a muchos de ellos en sus duras campañas contra los rebeldes bagaudas, los burgundios y los godos. Pero, una vez establecidos en la vasta llanura húngara y unificadas las tribus bajo el mando único de Rúas, los hunos, ahora más fuertes y ambiciosos, desafiaron a un Imperio decadente y dividido, con dos cortes imperiales, una en Constantinopla y otra en Ravena, ambas agitadas por mezquinas intrigas. Hacia el año 440, Bleda y su hermano menor Atila sucedieron en el trono a Rúas, quien había extendido sus dominios hasta las riberas del Rin y del Danubio. Ambos concertaron ese año un tratado con el Imperio de Oriente, obligado a pagarles un tributo anual de setecientas libras de oro. Y después, con el pretexto de castigar una ofensa causada a un cementerio huno por el obispo de la ciudad de Margo, cruzaron el Danubio con un poderoso ejército en una campaña de saqueo. Se apoderaron de Margo (que el obispo entregó a traición para salvar el pellejo) y de dos plazas fortificadas: Viminacio y Naissus. Era un reto a toda regla al Imperio, y la toma al asalto de estas fortalezas causó sorpresa y gran espanto en la corte de Constantinopla, ya que normalmente las ciudades amuralladas solían resistir los ataques de los bárbaros, apresurados y mal provistos de máquinas de asedio. Para detener a los Hunos, el emperador Teodosio II tuvo que firmar una paz humillante y aumentar notablemente la cantidad de oro del tributo anual. Además, se vio obligado a retirar las tropas enviadas a Sicilia para marchar contra los vándalos, ahora más necesarias en Constantinopla. Tras estos éxitos, el astuto Atila asesinó a Bleda y quedó como soberano único del extenso dominio huno, que se extendía del bajo Rin y el Báltico hasta el mar Negro y el Don. El caudillo de los hunos iba a ser la mayor pesadilla para el Imperio de Oriente, al que en 447 exigió los pagos de los tributos anuales que se le adeudaban y que sumaban unos 2720 kilos de oro. Tras el fracaso de esta reclamación lanzó de nuevo a sus tropas hacia el sur del Danubio. Arrasó sin piedad Tracia, destruyó fuertes fronterizos y varias ciudades, y aniquiló en una cruenta batalla a un nutrido ejército imperial junto al río Urus. Luego marchó sobre Constantinopla, pues quería aprovechar que un violento terremoto había destruido parte de sus muros defensivos, abriendo huecos en sus inexpugnables murallas. El pánico en la capital hizo que muchos de sus habitantes huyeran despavoridos; según un testigo del momento, "hasta los monjes querían escapar a Jerusalén".
Pero el prefecto del pretorio movilizó a toda la población, incluso a los atletas del circo, para retirar los escombros y reconstruir con presteza puertas y torreones. Lo hizo con tal eficacia que, según una inscripción, "ni siquiera Atenea habría podido reconstruir (los muros) más rápido ni mejor". Atila comprendió que nunca podría tomar mediante asedio la capital del Imperio, así que se desvió hacia el Quersoneso y allí volvió a derrotar a otro ejército romano. Avanzó hasta las costas del Mar Negro en los Dardanelos, arrasando sin piedad las ciudades que encontró en el camino; algunas tropas hunas llegaron en sus saqueos hasta el paso de las Termópilas. Más de setenta ciudades habían sido destruidas cuando, al final, los jinetes hunos davastaron también Iliria y los Balcanes.
Los delegados del Imperio tuvieron que negociar un tratado de paz con unas condiciones muy duras: pagarían los tres mil kilos de oro adeudados y casi mil más cada año como tributo, entregarían a todos los desertores del ejército de Atila y darían doce sólidos por el rescate de cada prisionero romano. La situación económica era tan desesperada que los miembros del Senado debieron contribuir al pago del oro según su rango. Como colofón, Atila reclamó una franja en la frontera sur del Danubio "de una anchura de cinco días de marcha" (unos doscientos kilómetros) libre de tropas romanas. En las conversaciones que siguieron al tratado de paz en la primavera de 448, se fraguó una tremenda intriga, al más puro estilo bizantino, que conocemos bien gracias al relato de Prisco, un historiador que acompaño al embajador Maximino y dejó un texto sobre la embajada y la corte de Atila. El hecho, visto a distancia, es anecdótico, pero dice mucho de sus actores. Cuando la embajada huna acudió a Constantinopla a conversar sobre los acuerdos de paz, el eunuco Crisafio, mano derecha del emperador Teodosio II, amañó en secreto con el embajador huno Edica y su intérprete, un tal Vigilas, un plan para asesinar a Atila, prometiéndoles grandes recompensas en oro. Pero el complot fue denunciado pronto, ya que todos sentían terror ante Atila, y éste exigió la cabeza de Crisafio e hizo leer una carta ante la corte imperial en la que proclamaba la villanía de Teodosio, "un despreciable esclavo, que tramaba viles traiciones contra su señor". Luego aprovechó para extremar aún más el rigor de sus exigencias.
El relato de Prisco parece una novela de intriga, y la actuación de Atila revela su fría y calculadora astucia y su total desprecio por los bizantinos. Una vez liquidado el embrollo, el rey huno, satisfecho con su inmenso botín y dejando esquilamado el Imperio de Oriente, se retiró al otro lado del Danubio y comenzó a planear su nuevo objetivo: el saqueo y la conquista de los dominios del otro Imperio, el de la decadente y decrépita Roma.
Aecio...Este gran estratega, que durante dos décadas había combatido lealmente para el Imperio, consiguió reunir un amplio número de aliados, mandados por sus propios caudillos, para que luchasen junto a las fuerzas imperiales, muy insuficientes para enfrentarse en solitario al poderoso tropel de los hunos. Con él acudían francos, burgundios, alanos y sajones, junto con un gran contigente de visigodos procedentes de la Aquitania, al frente de los cuales marchaba su rey Teodorico. Estas fuerzas se presentaron ante Orleans cuando las tropas de Atila ya estaban entrando en la ciudad, aún en fiero combate en sus calles, enfrentadas a la firme resistencia de sus ciudadanos. La aparición del formidable ejército aliado bastó para que Atila, temeroso de un ataque por dos frentes, desistiera del asalto y se retirara hacia el norte, hacia la comarca de los Campos Cataláunicos, en la región de Chalons. Allí, cerca de la actual ciudad de Troyes, tuvo lugar la tremenda batalla que acabó en una gran derrota de las hordas hunas...". (texto de Carlos García Gual, tomado de Historia de National Geographic).
Se dibuja, así, un nuevo mapa político, aunque todavía un amplio y poderoso ejército imperial, liderado por eficaces comandantes como Estilicón y Aecio, logra resistir y sostener el Imperio de Occidente, mientras que el de Oriente tiene que comprar la paz a los hunos con montones de oro en tributos anuales. Pero mientras que los otros pueblos bárbaros ansiaban establecerse dentro de los límites del mundo romano, gozando de las ventajas de la civilización, como aliados o federados, en el caso de los hunos, nómadas guerreros que no cultivaban la tierra y vivían del saqueo, insaciables en su "hambre de oro", este tipo de convivencia resultaba imposible. Tiempo atrás, los jinetes hunos habían peleado como mercenarios del Imperio. Fue así como el general Aecio, que los conocía bien, pues había sido rehén de Rúas, tío de Atila, durante algunos años, logró enrolar a su ejército a muchos de ellos en sus duras campañas contra los rebeldes bagaudas, los burgundios y los godos. Pero, una vez establecidos en la vasta llanura húngara y unificadas las tribus bajo el mando único de Rúas, los hunos, ahora más fuertes y ambiciosos, desafiaron a un Imperio decadente y dividido, con dos cortes imperiales, una en Constantinopla y otra en Ravena, ambas agitadas por mezquinas intrigas. Hacia el año 440, Bleda y su hermano menor Atila sucedieron en el trono a Rúas, quien había extendido sus dominios hasta las riberas del Rin y del Danubio. Ambos concertaron ese año un tratado con el Imperio de Oriente, obligado a pagarles un tributo anual de setecientas libras de oro. Y después, con el pretexto de castigar una ofensa causada a un cementerio huno por el obispo de la ciudad de Margo, cruzaron el Danubio con un poderoso ejército en una campaña de saqueo. Se apoderaron de Margo (que el obispo entregó a traición para salvar el pellejo) y de dos plazas fortificadas: Viminacio y Naissus. Era un reto a toda regla al Imperio, y la toma al asalto de estas fortalezas causó sorpresa y gran espanto en la corte de Constantinopla, ya que normalmente las ciudades amuralladas solían resistir los ataques de los bárbaros, apresurados y mal provistos de máquinas de asedio. Para detener a los Hunos, el emperador Teodosio II tuvo que firmar una paz humillante y aumentar notablemente la cantidad de oro del tributo anual. Además, se vio obligado a retirar las tropas enviadas a Sicilia para marchar contra los vándalos, ahora más necesarias en Constantinopla. Tras estos éxitos, el astuto Atila asesinó a Bleda y quedó como soberano único del extenso dominio huno, que se extendía del bajo Rin y el Báltico hasta el mar Negro y el Don. El caudillo de los hunos iba a ser la mayor pesadilla para el Imperio de Oriente, al que en 447 exigió los pagos de los tributos anuales que se le adeudaban y que sumaban unos 2720 kilos de oro. Tras el fracaso de esta reclamación lanzó de nuevo a sus tropas hacia el sur del Danubio. Arrasó sin piedad Tracia, destruyó fuertes fronterizos y varias ciudades, y aniquiló en una cruenta batalla a un nutrido ejército imperial junto al río Urus. Luego marchó sobre Constantinopla, pues quería aprovechar que un violento terremoto había destruido parte de sus muros defensivos, abriendo huecos en sus inexpugnables murallas. El pánico en la capital hizo que muchos de sus habitantes huyeran despavoridos; según un testigo del momento, "hasta los monjes querían escapar a Jerusalén".
Pero el prefecto del pretorio movilizó a toda la población, incluso a los atletas del circo, para retirar los escombros y reconstruir con presteza puertas y torreones. Lo hizo con tal eficacia que, según una inscripción, "ni siquiera Atenea habría podido reconstruir (los muros) más rápido ni mejor". Atila comprendió que nunca podría tomar mediante asedio la capital del Imperio, así que se desvió hacia el Quersoneso y allí volvió a derrotar a otro ejército romano. Avanzó hasta las costas del Mar Negro en los Dardanelos, arrasando sin piedad las ciudades que encontró en el camino; algunas tropas hunas llegaron en sus saqueos hasta el paso de las Termópilas. Más de setenta ciudades habían sido destruidas cuando, al final, los jinetes hunos davastaron también Iliria y los Balcanes.
Los delegados del Imperio tuvieron que negociar un tratado de paz con unas condiciones muy duras: pagarían los tres mil kilos de oro adeudados y casi mil más cada año como tributo, entregarían a todos los desertores del ejército de Atila y darían doce sólidos por el rescate de cada prisionero romano. La situación económica era tan desesperada que los miembros del Senado debieron contribuir al pago del oro según su rango. Como colofón, Atila reclamó una franja en la frontera sur del Danubio "de una anchura de cinco días de marcha" (unos doscientos kilómetros) libre de tropas romanas. En las conversaciones que siguieron al tratado de paz en la primavera de 448, se fraguó una tremenda intriga, al más puro estilo bizantino, que conocemos bien gracias al relato de Prisco, un historiador que acompaño al embajador Maximino y dejó un texto sobre la embajada y la corte de Atila. El hecho, visto a distancia, es anecdótico, pero dice mucho de sus actores. Cuando la embajada huna acudió a Constantinopla a conversar sobre los acuerdos de paz, el eunuco Crisafio, mano derecha del emperador Teodosio II, amañó en secreto con el embajador huno Edica y su intérprete, un tal Vigilas, un plan para asesinar a Atila, prometiéndoles grandes recompensas en oro. Pero el complot fue denunciado pronto, ya que todos sentían terror ante Atila, y éste exigió la cabeza de Crisafio e hizo leer una carta ante la corte imperial en la que proclamaba la villanía de Teodosio, "un despreciable esclavo, que tramaba viles traiciones contra su señor". Luego aprovechó para extremar aún más el rigor de sus exigencias.
El relato de Prisco parece una novela de intriga, y la actuación de Atila revela su fría y calculadora astucia y su total desprecio por los bizantinos. Una vez liquidado el embrollo, el rey huno, satisfecho con su inmenso botín y dejando esquilamado el Imperio de Oriente, se retiró al otro lado del Danubio y comenzó a planear su nuevo objetivo: el saqueo y la conquista de los dominios del otro Imperio, el de la decadente y decrépita Roma.
Aecio...Este gran estratega, que durante dos décadas había combatido lealmente para el Imperio, consiguió reunir un amplio número de aliados, mandados por sus propios caudillos, para que luchasen junto a las fuerzas imperiales, muy insuficientes para enfrentarse en solitario al poderoso tropel de los hunos. Con él acudían francos, burgundios, alanos y sajones, junto con un gran contigente de visigodos procedentes de la Aquitania, al frente de los cuales marchaba su rey Teodorico. Estas fuerzas se presentaron ante Orleans cuando las tropas de Atila ya estaban entrando en la ciudad, aún en fiero combate en sus calles, enfrentadas a la firme resistencia de sus ciudadanos. La aparición del formidable ejército aliado bastó para que Atila, temeroso de un ataque por dos frentes, desistiera del asalto y se retirara hacia el norte, hacia la comarca de los Campos Cataláunicos, en la región de Chalons. Allí, cerca de la actual ciudad de Troyes, tuvo lugar la tremenda batalla que acabó en una gran derrota de las hordas hunas...". (texto de Carlos García Gual, tomado de Historia de National Geographic).
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